Había jurado que la hallaría, a pesar de los descreídos, de los niños que ya no escuchaban cuentos y de aquellos que ya no creían en los sueños.
Iba a encontrarla, la atraparía y traería como prueba de que no mentía. La seguridad que dominaba todos y cada uno de sus pasos le venía de un sueño que se le repetía noche a noche; la sirena le llamaba desde algún sitio que aún no alcanzaba a definir. Su canción lo llenaba de una nostalgia indescriptible, trayéndole imágenes borrosas plenas de voluptuosidad, provenientes tal vez de una existencia anterior, llevándolo a estar dispuesto a romper todas sus ataduras y hasta su propio pasado con tal de ir a su encuentro.
Estaba tan seguro de encontrarla que no le importó vender su casa y su auto para comprarse una pequeña embarcación, que equipó con todo lo imprescindible para después de atraparla llevarla a su nuevo hogar, una pecera gigante que ya tenía preparada.
Recorrió en vano de orilla a orilla, muchos mares y aunque muchas veces estuvo a punto de encontrarla llevado por la magia de su canto, su imagen se diluía entre las profundidades, para volver a aparecer muchas millas por delante. Esto originó que la soñara despierto, olvidando el transcurso de las horas y los días. Aprendió a amarla a pesar de las diferencias morfológicas. Se regodeaba en la visualización del primer encuentro, de la posesión de un tesoro tan único como irrepetible.
Si bien en un principio imaginó contemplarla a solas en su superpecera, pensó que lo mejor sería exhibirla orgulloso de haberla encontrado. Absorto en sus cavilaciones y con la seguridad de haber escuchado de nuevo su embriagante canto, extravió el rumbo. Y al comprender que estaba perdido en el mar, se abandonó a la deriva; al terminarse las provisiones vivió de agua y de sueños; cuando comenzó a agotarse el preciado líquido, se recostó en la cubierta, entregado por entero a su delirio, deseando sólo morir con la imagen de su amada en las pupilas.
Lo despertó una suave melodía; al principio una nota apenas, a la que se sumó otra, y otra, en arpegio que iba tomando consistencia, tornándose canto. Se desperezó, sin saber aún si era presa de la locura, pero no: tan real como su propio cuerpo mal alimentado, observó sentada en una roca a su sirena.
Quién le hubiera dicho que su amada era parte de un grupo que se había arriesgado a subir a la superficie para probar que los hombres, esos seres que durante siglos habían tentado a sus antepasadas, eran algo más que leyendas. A la suya, su sirena, le encantaba nadar sola, perderse por las profundidades y de vez en cuando salir a la superficie para ver de lejos los barcos de los pescadores. Fue así cuando lo vio desmayado sobre la cubierta y cuando por un instante le pareció que el clavaba sus ojos en ella una sacudida recorrió su cuerpo, nunca había sentido algo así, y por ello se atrevió a entonarle su dulce melodía.
Sin embargó, no se atrevía a acercarse demasiado, por lo que estuvo varios días dándole vueltas al barco… Una tarde vio que el joven tomaba una barca de remos y se alejaba de la gran nave, le siguió y cuando se quiso dar cuenta había desaparecido, empezó a dar vueltas buscándole pero no le encontraba y entonces cuando emergió de nuevo apareció él ante sus ojos, al verlo tan asustado ella le sonrió y se sentó al borde de la barca y empezaron a hablar… Ella le contaba cosas de la vida en las profundidades y él le hablaba de los hombres y de sus viajes. Empezaron a enamorarse el uno del otro y se las ingeniaron para hacerse el amor. Así pasaron muchos días hasta que tras una noche de espantosa tormenta él desapareció. Ella lo buscó por todas partes sin poder encontrarlo y al anochecer regresaba al lugar de su primer encuentro llorando.
Y así pasó el tiempo, al sentirse embarazada ya no le divertía salir a nadar ya no le hacia gracia perseguir a los delfines, sólo se acercaba a los riscos y cantaba por su amor perdido. Un amanecer en el que el mar andaba revuelto vio unas extrañas cosas entre las piedras, cuando se acercó y las cogió pudo ver que eran restos del barco y en su corazón supo que su amor había muerto.
Un honda tristeza le embargó, ya no tenia sentido el esperar, ya no tenían importancia el mar y las estrellas, por lo que nadó hacia donde los grandes balleneros buscan sus presas… y cuando estuvo allí se pego a una gran ballena… se oyó un ligero zumbido cruzar el aire y un silbido callado desgarraba la tarde y el arpón se hundió en su pecho y la sirena se dejo ir al fondo del mar al encuentro de su amado.
Dicen los pescadores que allí en el golfo de Cortés, cuando el mal tiempo impide a los barcos salir a pescar, cuando la tarde se torna en oscuridad, si se fija la mirada a lo lejos se pueden oír los cánticos de una sirena y los llantos de su hijito, buscando inútilmente al marinero por entre el medio de las olas.
Saludos
Francisco Pardavé