POR SI VOLVIERAS
Volví a mirarme frente al espejo: las arrugas y las bolsas de los ojos se habían hecho más grandes y profundas, el tedio y la rutina se reflejaban en mis facciones. De pronto me quedé con los brazos caídos, sin saber a qué más dedicarme. Inútil era echarme de nuevo a la cama, porque dormir no podría; para distraerme encendí el televisor, fui a mi cuarto por un cigarrillo y a la cocina por una cerveza; la programación se me figuró insufrible, ni siquiera el cigarro y la cerveza me supieron bien. Me levanté y abrí las ventanas. Nadie circulaba por la calle, el único ruido, provenía del leve chasquido que producían las gotas de lluvia al azotarse contra el suelo. Saqué la cabeza por el balcón para pegar un tremendo alarido, un grito que me sacudió de pies a cabeza, y que seguramente también estremeció a más de uno de mis vecinos. Inhalé una bocanada de aire frío que me hizo toser varias veces. Después de mi exabrupto me sentí más tranquilo, cerré las ventanas, recogí la chamarra y bajé con premura los marchitos escalones del edificio; tal urgencia tenía llegar al sitio donde siempre había gente y cantinas abiertas.
El viento gélido me obligó a subir hasta el cuello el cierre de mi chamarra, de seguro el termómetro marcaría escasos grados de temperatura ambiental. Caminé con pasos rápidos para entrar en calor. Tenía hambre, un hambre inusual en mí, acostumbrado ya, por cuestiones de economía, a no cenar. Entré al primer bar que encontré abierto. Estaba repleto, pero me sentí mejor al sumergirme en ese pantano de voces y risas.
Me bebí un tequila doble a sorbos lentos, disfrutando la amargura aromatizada de la bebida que inundaba mi garganta; pedí algo de comer pero ya no quedaba nada. Maldecí a la gente que había arrasado con todo comestible. Salí de ahí y me di a la búsqueda de un lugar que recordaba. El tendajón estaba casi vacío pero había unos ricos tacos que me hicieron agua la boca. Cuando masticaba el último pedazo del suadero, vi por el espejo a una muchacha que se acercaba a mi mesa, decía algo inaudible y estiraba un brazo.
- Por favor, unas monedas para comer –me dijo.
- Mejor pide algo que yo te invito –le contesté.
La joven me dio las gracias y se sentó junto a mí. Mientras ella elegía su comida, de soslayo realicé una discreta inspección a la fisonomía de mi invitada: tenía el cabello negro, corto y un tanto disparejo de los lados, en los párpados destacaban unas ojeras como de varios días de no pegar un ojo. Su indumentaria era de mezclilla. La chica ordenó una buena ración de tacos al pastor que devoró casi de inmediato.
- Hola, soy madrileña, saludó, y me asestó dos besos, uno en cada mejilla -¿y tú eres?
- Sí soy Mexicano –lo habrás notado por el acento, ¿no?
- Sí, un poco... sabes, hablan de una manera tan melodiosa, no sé... como si cantaran siempre... a mí me parece agradable.
La joven se desabotonó la chamarra y pude ver su camiseta negra, con el estampado de Los ángeles del infierno en el centro.
- Anda vámonos de aquí –le dije.
Estuvo de acuerdo. Salimos a la bulliciosa calle.
- Jo, macho, si te apetece damos una vuelta, y si te queda dinero podemos tomar una cañita en cualquier bar, ¿vale? Espérame aquí, ahora vuelvo –me dijo mientras desaparecía en medio de la gente.
Después de unos minutos empecé a impacientarme «tal vez sea mi última noche en Madrid y yo esperando a esta tía que aquí me tiene hecho un pendejo ». Ella pareció escuchar mis pensamientos, pues la vi salir de un antro y levantó la cabeza para buscarme entre el tumulto; alcé la mano y se dirigió hacia mí, muy sonriente.
- Estamos de suerte, macho, que he conseguido unos buenos porros. Vámonos a fumar por alguna de estas callecitas.
Me tomó del brazo y partimos. Ella encendió el cigarro y lo fuimos consumiendo, cada uno a su debido turno. Nos alejábamos, silenciosamente, de las escandalosas calzadas. Sentí relajarme aún más. A pesar de no hablar casi nada, me entró la impresión de andar del brazo de una antigua conocida que me protegía, y aunque no fuera guapa ni estuviera presentable, sentí un inesperado gusto de estar a su lado.
Cerca de la estación de un metro nos detuvimos ante un callejón semioscuro, y sin ponernos de acuerdo, lo penetramos; íbamos a la mitad, cuando ella se detuvo; ahí se le ocurrió encender otro porro. Nos recargamos contra el muro.
- Cuéntame... ¿Y tú qué andas haciendo por España?
Tras un breve silencio, le dije de mi urgente partida a México y le conté de la necesidad que tenía de estar entre la gente para no sentirme solo, y de los deseos de tomarme todas las cervezas que me entraran por el cogote. Ella empezó a mirarme de otro modo, como maternal. Me pasó el cigarro. Aspiré profundo, con los deseos de que el humo inundara mis pulmones y se esparciera por los vericuetos de mis entrañas. Pretendí devolvérselo, pero ella insistió para que siguiera fumando.
- Anda majo, esto te hará sentir un poco más tranquilo.
Volví a fumar hondo. Ella retiró el cigarro de mis dedos. En el fulgor brillaron sus pupilas y me dijo algo ininteligible, se despegó de la pared y se puso frente a mí: « - ¿Qué miras guapo? »; sentí sus manos tibias que sujetaron mi cuello. Ladeó su cara y me atrajo hacia ella; mis labios se humedecieron con unos besos largos. Sentí la sangre agolparse bajo mi piel; mis dientes buscaron sus labios inferiores para mordisquearlos con ternura, y mis manos la atenazaron por la cintura, apretándola febrilmente contra mi cuerpo. La despojé de la chamarra, levanté su playera y palpé sus pechos desnudos. Ella luchaba tímidamente por apartarse, alarmada por mi reacción.
- ¡Vámonos de aquí, marchémonos para mi piso... es aquí cerca!... -le ordené con rabia. Recogí la chamarra del suelo, se la coloqué en la espalda y sin darle tiempo de cuestionar el mandato, la tomé de la muñeca y la arrastré hacia la salida de la callejuela. Después de un rato nos encontramos en la esquina de mi calle. Señalé mi resplandeciente ventana, pues había olvidado apagar la luz, en el segundo piso. Ella, temblorosa, se abotonó el chaquetón.
- Sabes majo, dejémoslo aquí... no te encabrites pero hasta aquí hemos llegado... tengo que marcharme...
No hice caso y la seguí arrastrando hacia la puerta. Seguramente desde la esquina de la calle lo vieron todo, «lo que me faltaba», porque la patrulla, con sus faros apagados se acercó hasta mi portón; los dos ocupantes nos miraron; descendieron.
- ¿Qué está pasando aquí?...
- No pasa nada oficial, mi novia que no quería entrar conmigo... eso es todo, no pasa nada...
A jalones me subieron a la patrulla. Me volví y la miré desde el asiento trasero. Me pareció más calmada porque hablaba con el que conducía, moviendo las manos pausadamente. A una seña de su pareja, el que me custodiaba se acercó al vehículo, y me bajó del coche.
Entonces sentí la heladez que me traspasaba los huesos. Me sentía un imbécil ante la absurda escena, con ganas de abrir la puerta del edificio donde vivía.
- Métete a dormir tío... pronto va a amanecer, me dijo el patrullero.
- Gracias... -contesté con un dejo irónico.
Desde la ventanilla ella me lanzó un beso que rechacé con un ademán de la mano. El auto arrancó y los tres se fueron.
En mi cuarto saqué todo el dinero que me quedaba y lo extendí sobre la cama. Tendría que cambiar algunos dólares para completar el precio del billete de avión. Éstas y otras reflexiones me ocupaban cuando oí un leve, pero insistente golpeteo en el balcón.
Eran piedrecillas sobre mi ventana. Limpié con la mano el vaho del vidrio empañado y me asomé, sin abrir. Era ella parada en medio del arroyo. Su voz penetró hasta dentro de la estancia.
- ¡Joder macho, ábreme esta puta puerta que quiero estar contigo... anda joder que me abras y deja de contemplarme como un pelma!
- Está bien, vale, me marcho, pero cuando vuelvas búscame siempre entre las plazas, entre las callejuelas, entre los bares, entre el humo de los porros, que ahí estaré... búscame que siempre tendré ganas de estar contigo... búscame, aún en tus sueños, en tus besos o en tus manoseos, búscame, aunque nunca vuelvas a Madrid.
Así la dejé marchar. Se fue alejando, con las manos entrelazadas, volviendo la vista de tramo en tramo hacia el balcón farfullando otras frases, desarticulando otras incoherencias. Desapareció de mi vista y de mi existencia. (Madrid, septiembre del 92)
Saludos Francisco Pardavé