Hace algunos años tuve la oportunidad de viajar al Brasil con motivo de una investigación que tuve que realizar en ese país. Una noche que estaba muy cansado me dirigí al bar del hotel y me puse a platicar con un uruguayo que me contó la siguiente historia:
Lo que te voy a contar –me dijo, sucedió en las blancas costas del Brasil, en un pequeño pueblo de pescadores a orillas del Amazonas. Sus pobladores recuerdan el incidente con un resto de pudor en sus rostros y los maridos más temerosos prohíben a sus mujeres asistir a las fiestas de carnaval. Las comparsas coloridas son solamente ejecutadas por hombres y cualquier máscara hallada en el pueblo es quemada para conjurar cualquier vestigio de aquel baile que se realizara en el caserón del duque de Clichy.
Este era un joven francés muy reservado que no llevaba vida social y trataba de pasar desapercibido de los hombres. Sin embargo, de las mujeres no se podía esperar lo mismo. Las que lavaban a orillas del río murmuraban al unísono ante su presencia, las damas de sociedad hacían detener sus carros ante el hotel y por la ventanilla con cortinas de brocado le espiaban sin tregua. Aquella llegada produjo un revuelo en las hormonas femeninas. Y un centenar de confesiones ardientes que el único párroco debía atender diariamente; todas en torno al mismo personaje.
El francés había permanecido indiferente a las atenciones que le prodigaban, pero conocía más que nadie el impacto que provocaba su presencia. Por esos entonces el duque asediaba a Liselda, mujer morena, hija del comerciante del pueblo. Era una joven de piel fresca como la uva, de pechos firmes y magistrales y unas caderas que por la magnitud de sus faldas se adivinaban de carnes duras y redondas.
Unos meses antes del carnaval, llegó un cargamento de máscaras de Marruecos, la voluminosa carga ocupaba tres cajas de un peso tal que se necesitaron treinta peones para ser transportadas hasta el caserón.
Fue cuando un criado del duque avisó a todos los hombres más sobresalientes del pueblo que su señor brindaría una fiesta esplendorosa para el carnaval, donde abundarían los excesos.
La noche del baile transcurrió como se esperaba, acudieron todos los notables del pueblo, en un total de cincuenta parejas. Liselda había ido acompañada por el hijo mayor del juez. La noche era calurosa y servía de preludio a lo que vendría. El francés no se había mostrado aún. Las mujeres lo buscaban con una pasión sin escrúpulos. Con la mayor discreción, el duque hizo subir una por una a las damas y las besaba sin la menor resistencia. Luego les suspiraba al oído: "Después de la fiesta buscadme y si me encontráis seré vuestro siervo..."
Cerca de la medianoche los criados tentaron a los invitados a prolongar la fiesta en las playas... la oferta era una invitación al placer, al goce de la carne. De a uno y dispuestos en dos filas según los sexos, los invitados que aceptaran quedarse entrarían a una habitación repleta de máscaras, de donde tomarían la que más le conviniera, luego deberían desnudarse y correr hasta la playa. Las mujeres deberían hacer lo mismo. Poco a poco, los invitados llegaban desnudos a la playa, en donde únicamente se escuchaba el vacilar de los alientos bajo las máscaras. Estaba prohibido hablar con la pareja. Sólo se oían los jadeos y el crepitar de las olas. Las mujeres en sus desnudeces de fantasmas tanteaban en las penumbras y buscaban la máscara que cubriera el rostro del duque.
Sin embargo, sólo había una dama que conocía la máscara tras la cual se ocultaba el verdadero duque de Clichy... y esa dama era Liselda, ahora convertida en una mujer-gato. El francés la esperaba sobre unas rocas.
De pronto, apareció ante sus ojos la bella Liselda. El se abalanzó hacia ella y comenzó a desnudarla, su cuerpo era tal cual lo había imaginado. Los pechos redondos y firmes, el vientre levemente ondulado y más abajo un bosque oscuro y brilloso que resguardaba el paraíso de su sexo.
Cuando se acercó hacia ella, quiso quitarle su máscara pero la mujer se negó. El sabía que Liselda disfrutaba de aquel juego. Con un movimiento majestuoso, solemne, la mujer gato se sentó arriba del duque y alumbrada sólo por la luz de la luna cabalgó incesantemente hasta que las primeras luces anunciaron la mañana.
Uno a uno el resto de los invitados habían ido regresando como hubieron venido, dejando su fiereza en la playa. Nuevamente las mujeres volvían a ser esposas, los maridos alcaldes, jueces, comerciantes. Pero Liselda seguiría siendo la mujer-gato del duque de Clichy, pues al día siguiente los dos escapaban para Europa y todos los invitados recibían en sus casas los últimos regalos del francés... una caja con una máscara de animal dentro y el nombre de quien las había usado aquella noche del baile.
FRANCISCO PARDAVE
viernes, 5 de diciembre de 2008
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