miércoles, 3 de junio de 2009

ASESINO




Recuerdo la primera vez que la vi en aquella concurrida estación del metro. Estaba caminando por los andenes como si estuviera extraviada. Luego pasó junto a mí, mientras mis ojos se desviaban tratando de ocultar su turbación; no obstante, su perfume me hizo levantarlos: demasiado tarde, sólo logré ver su espalda alejándose.
A partir de entonces se convirtió en algo inalcanzable y un deseo de matarla se fue apoderando cada vez más de mí.
Entonces me propuse dejar de visitar la estación y de nuevo su imagen velada hizo renacer mis perversos instintos. Sus ojos, sólo por una vez querían ver sus ojos. Esa mañana al regresar a la estación, entré dispuesto a encontrarme una vez más con esa sombra que me enardecía. Pero hoy no la encontré, sólo estábamos yo, la estación vacía y el tic tac de mi viejo reloj. Me apoyé en el mismo muro y me perdí en el tiempo, no recuerdo cuánto, hasta que una brisa cálida rozó mi cara…Y al levantar los ojos la vi, pero ya no estaba de espaldas. Frente a mí con la cabeza erguida y el pelo recogido sobre los bordes de su cara, me miraba. Magda lucía un bello rostro, pese a los embates de la edad: de ojos grandes, labios carnosos y pelo agresivamente rubio. Era una belleza insolente, a mitad del camino entre lo frívolo y la perversidad. Al verme sonrió y dio la media vuelta. Yo la seguí y al salir de la estación se introdujo en un concurrido café de la zona.. Decidida se acercó a la barra y pidió un vaso de whisky.
-No es el mejor modo de combatir la ansiedad, ­dije.
Me miró y me volvió a sonreír levemente.
-­ ¿Quién le ha dicho que estoy ansiosa?
-No hay más que verte.
-¿Psicólogo?
-­ Curioso.
Habíamos roto las barreras. Dijo que se llamaba Magdalena y que era argentina .
- Colombiano, ­mentí.
Establecidas las reglas del juego, entretuvimos la tarde hablando tonterías.
- Si quieres otra bebida y una deliciosa cena te invitó.
- ¿Y si no?­, preguntó.
- Te espero a las nueve en este mismo restaurante, casi le ordené.
La vi marcharse. Esa mujer me gustaba más de la cuenta, pero aún así, tenía que matarla. Pensé que un tequila doble expulsaría este mal pensamiento compasivo. Lo bebí de un trago, pero ella me seguía gustando. Miré la hora, faltaban unos minutos para las siete. Acaso dormir ayudaría. Fui a mi casa y me acosté teniendo cuidado en que sonara el despertador poco después de las ocho.
Llegó puntual, virtud infrecuente en las mujeres maduras y bonitas. Caminaba con estudiada despreocupación, usaba un vestido de tela liviana que le acentuaba las formas. ­
- Magnífica, le­ dije por todo saludo y llamé al capitán. Fuimos hacia la mesa.
Elegimos una exquisita cena acompañada de espumoso champagne, iba a ser su última cena y merecía lo mejor. Quiso saber de mí. Me inventé una profesión y un desengaño amoroso.. A la hora del café y el coñac, le confesé que me gustaba más de la cuenta y por primera vez, a lo largo de la noche, estaba diciendo la verdad.
Después de esa magnífica velada, decidimos ir a mi casa. Estábamos de pie, junto a la cama y sólo nos iluminaba la tenue luz de la luna; ya nada me importaba, toda mi atención estaba en ese cuerpo magnífico. La comencé a desnudar, con la devoción que se pone en los grandes ritos. Me detuve en sus pechos, cuidados y armoniosos, y los besé lentamente; un imperceptible quejido y el minúsculo vibrar de su piel me hicieron comprender que no había errado el camino, al rato estábamos desnudos sobre la cama. Cada vez me gustaba más y ella se encargaba de fomentarlo: se acostó sobre mí y me cubrió con una ternura indescriptible, hasta que llegó el momento de las palabras entrecortadas y los pequeños gritos. Después del amor, pensé que era una pena quitar al mundo a una mujer así; la abracé casi con cariño y se quedó dormida de inmediato. Estuve mucho tiempo mirando el techo y pensando en lo contradictorio de la situación. Un par de horas más tarde ella abrió los ojos y me dijo algunas cosas que ahora prefiero olvidar. Le pregunté si quería acompañarme al día siguiente a conocer unas misteriosas Grutas. Dijo que sí. No sabía que estaba firmando su sentencia de muerte.
Al día siguiente tomé un café sin azúcar y pasé por ella. En las impresionantes cavernas nos mezclamos con un heterogéneo contingente turístico. Seguimos al guía y nos enteramos de que estábamos ingresando en una caverna que se prolongaba por varios kilómetros y del que apenas se habían explorado algunos miles de metros.
Conseguí que marcháramos hasta atrás de los entusiasmados turistas y así anduvimos entre las tinieblas. Sonreí al pensar que no me había equivocado en el lugar: un cadáver podría permanecer ahí por largo tiempo. Pensé que ese cuerpo iba a ser el de Magda y sentí un ligero malestar. Decidí terminar el trabajo de una vez por todas y me detuve, con la excusa de tomarle una fotografía. El contingente siguió su marcha, ignorándonos. Abrí un supuesto estuche fotográfico donde llevaba el arma.
- Aquí no se pueden sacar fotos ­bromeó.
- ­No pienso sacar fotos ­dije.
- ­No entiendo, ­dijo con espanto. ­Hay un error. Tiene que haber un error.
Por respuesta hundí el puñal en su cuello. Ella intentó decir algo, pero todo quedó reducido a un gesto de dolor y desconcierto. De su boca brotó un inmenso borbotón de sangre. Di un paso atrás y vi cómo su bello cuerpo se derrumbaba para siempre. Con ternura la llevé hasta el rincón más escondido de la cueva y la cubrí con algunas piedras. Me sacudí las manos y la ropa, y caminé hacia donde estaba el contingente.
Nadie reparó en su ausencia.
Al regresar a mi casa tuve tiempo de afeitar mi barba y deshacerme del resto de las pruebas. Por la noche, al salir de nuevo a la calle oí una voz femenina, sus palabras, me enmudecieron.
- Me llamo Magdalena y he venido por ti­.
Al mirarla comprendí que pronto tendría que pagar por todos mis crímenes.
-Vamos pues –le dije y le tendí la mano----
Saludos
Francisco Pardavé