Sol despertó empapada en sudor. El calor sofocante no la dejaba dormir. Esa noche el bochorno era insoportable aun con los ventanales del balcón abiertos de par en par. Se sentía incomoda por el líquido caliente que corría por su cuerpo. El camisón blanco, tenue, se pegaba a su piel rebelando todos y cada uno de los secretos de su organismo; pero ella no se daba cuenta de eso. Tan solo sentía el calor. Hasta el aire que hacia mecerse las cortinas blancas era cálido, tortuoso, tórrido; era el viento del norte que traía cambios, alteraciones que ella no preveía, modificaciones que más tarde la convertirían en una mujer completa.
Se levantó en silencio para no despertar a su hermana que dormía al lado. Era inaudito que con este calor, Carina durmiera, pero su hermana era un caso aparte en la especie humana. No importaba el lugar, ni las condiciones que hubieran, ella dormía siempre a pierna suelta, sin inmutarse, sin perder su sueño apacible y sosegado. Envidiaba esa facilidad para dormirse, esa aptitud para poder olvidarse de los problemas, esa desenvoltura para no pensar en nada. Tan solo perderse en la oscuridad uniforme y acogedora de los brazos de Morfeo, descansar en paz. Pero ella no podía descansar así. No.
De puntillas se acercó al balcón, aspiró una gran bocanada de aire y contempló la noche estrellada, la luna llena. Escuchó el ruido del mar, el rumor de la vida que rompía contra los acantilados y sin pensarlo dos veces, se dirigió hacia la playa. El aire impregnaba todavía más la tela fina de su camisón, a su piel.
Atraída por el sonido de las olas comenzó a caminar hacia las grandes rocas del Norte avanzando poco a poco. Sus pies desnudos dejaban rastro en la arena cremosa y suave. La arena se escurría de entre sus dedos, por sus tobillos, provocándola sensaciones placenteras.
Al final de su destino escaló por las rocas para contemplar el mar desde las alturas de los acantilados. La subida no fue fácil, pero no le importaba el dolor punzante de sus pies. Esto era la libertad suprema. Amaba el mar.
Abrió los brazos en cruz saboreando el amargo salitre del viento cálido que azotaba si rostro. En ese momento se dio cuenta que no estaba sola. A sus espaldas presentía la mirada penetrante de unos ojos morenos. Con lentitud deliberada se volvió. Sabía quien era él, el ladrón de almas. El raptor de su espíritu.
Su corazón comenzó a palpitar rápidamente al verle reflejado a través de la luz de la luna que le confería un aura misteriosa, de peligro extremo, que la atrajo como la miel a las abejas. Su pelo largo estaba recogido sobre su nuca, que envolvía un cuello fuerte y musculoso. Un antifaz negro no permitía ver todos sus rasgos plenamente, pero no la importó. Ella adivinaba sus facciones hermosas, viriles. El Ladrón de almas vestía de negro para confundirse mejor con las sombras de la noche. La camisa desabotonada dejaba entrever sus fuertes antebrazos y el pecho musculoso y ancho. Unas botas de un cuero fino marcaban sus piernas musculosas y largas y una protuberancia resaltaba en el centro de sus pantalones apretados.
Los ojos del hombre brillaban bajo la careta al contemplar atentamente a la mujer medio desnuda, con el camisón pegado a su cuerpo, revelando sus curvas perfectas, apetitosas. Su pelo rubio como un relámpago la envolvía. Ella no le temía, lo podía admirar a través de sus ojos de oliva. Por el contrario, sus ojos recorrían su cuerpo con avidez, y al despertar sus deseos dormidos, una leve sonrisa apareció en su boca.
Inesperadamente él tendió una de sus manos y le dijo –ven.
Sol cerró los ojos y se dejó llevar.
Él la levantó como una pluma y volviendo su rostro hacia el de él, probó sus delicados labios en un beso devorador y fuerte, que conmocionó a la muchacha. Después la miró a los ojos. Ella se sintió invadida por esa mirada gris que penetró hasta lo más hondo de su alma. Los ojos del espectro tenían la capacidad de cambiar según el tono de la luz. Ella de súbito, se vio perdida cuando el la devolvió al piso y la amenazó con partir. No quería que él se fuera. No.
-Espera.- le rogó, la palabra salió ronca de su garganta, quería probar con su cuerpo el fuerte y esbelto organismo del hombre. Deseaba amarlo con la libertad de la noche. Con la misma impunidad con la que él se robaba las almas de sus enamoradas.
Él se detuvo mirándola atentamente. El deseo de la joven se veía claramente a través de sus pupilas encendidas. Eso lo excitó. Una erección dura, oprimió sus pantalones provocándole una leve molestia.
-Ahora o nunca, pensó la muchacha y con paso resuelto se acercó al enmascarado. Mirándole a los ojos, acarició suavemente su cuello que ni se inmuto ante su roce. No hicieron falta palabras entre ellos, ella no rogó y él nada pidió, tan solo, la cogió de la cintura y despojándola de sus vestiduras, comenzó delicadamente a penetrarla. Ella gimió por un instante para luego derretirse ante aquel miembro que se introducía en el fondo de oquedad estremecida.
Noemí sentía todas y cada una de las fibras de los potentes músculos del hombre. Desde el poderoso pecho que la envolvía como un manto, hasta el duro bulto que irrumpía entre sus nalgas y los muslos. Las manos del Ladrón se separaron de las redondas caderas de la muchacha, para volverse acariciadoras alrededor de sus pechos o entre el contorno de sus muslos. Ahora sin el camisón, ella notaba la fuerza de sus manos, las callosidades de sus palmas, el calor que provocaban en su cuerpo. Un calor reconfortante y diferente al que reinaba en esa noche de verano, donde el cielo tachonado de estrellas y de la luminosa luna, parecía cuidar de su amoroso encuentro.
La joven mujer sintió como una leve humedad mojaba su vulva totalmente estremecida; sus muslos se abrieron para dejar pasar libremente ese ardiente objeto que la seducía. Con una mezcla de dolor y placer al mismo tiempo gimió sin recato, para contarle a la luna el placer que la enloquecía. De pronto aún con los ojos velados por la pasión, observó que el horizonte se iluminaba dejando entrever un mundo desconocido. Ella dudó en dejarse conducir hacia la morada del ladrón de almas, o regresar a toda prisa a su casa de la playa. Pero una fuerte sacudida le hizo sentir que su clítoris se preparaba para el orgasmo. Ella sin oponer resistencia se dejo llevar por la marea roja de su éxtasis. Gritó de placer a la noche calurosa. Nadie la oyó, solo él que como ladrón que era se la robó para siempre zambulléndola en las aguas frías y oscuras. El mar suavemente la acunó; sus olas la tocaban y la dejaban ir mitigando el calor de la noche. Ella observó el cielo abovedado del color de la medianoche estrellado, luminoso por la luz de la luna, que pendía de ese techo, orgullosa. Ese cielo que había escuchado sus gritos de placer, que había visto como su alma era robada sin contemplaciones por el ladrón oscuro. Su ladrón...
Se levantó en silencio para no despertar a su hermana que dormía al lado. Era inaudito que con este calor, Carina durmiera, pero su hermana era un caso aparte en la especie humana. No importaba el lugar, ni las condiciones que hubieran, ella dormía siempre a pierna suelta, sin inmutarse, sin perder su sueño apacible y sosegado. Envidiaba esa facilidad para dormirse, esa aptitud para poder olvidarse de los problemas, esa desenvoltura para no pensar en nada. Tan solo perderse en la oscuridad uniforme y acogedora de los brazos de Morfeo, descansar en paz. Pero ella no podía descansar así. No.
De puntillas se acercó al balcón, aspiró una gran bocanada de aire y contempló la noche estrellada, la luna llena. Escuchó el ruido del mar, el rumor de la vida que rompía contra los acantilados y sin pensarlo dos veces, se dirigió hacia la playa. El aire impregnaba todavía más la tela fina de su camisón, a su piel.
Atraída por el sonido de las olas comenzó a caminar hacia las grandes rocas del Norte avanzando poco a poco. Sus pies desnudos dejaban rastro en la arena cremosa y suave. La arena se escurría de entre sus dedos, por sus tobillos, provocándola sensaciones placenteras.
Al final de su destino escaló por las rocas para contemplar el mar desde las alturas de los acantilados. La subida no fue fácil, pero no le importaba el dolor punzante de sus pies. Esto era la libertad suprema. Amaba el mar.
Abrió los brazos en cruz saboreando el amargo salitre del viento cálido que azotaba si rostro. En ese momento se dio cuenta que no estaba sola. A sus espaldas presentía la mirada penetrante de unos ojos morenos. Con lentitud deliberada se volvió. Sabía quien era él, el ladrón de almas. El raptor de su espíritu.
Su corazón comenzó a palpitar rápidamente al verle reflejado a través de la luz de la luna que le confería un aura misteriosa, de peligro extremo, que la atrajo como la miel a las abejas. Su pelo largo estaba recogido sobre su nuca, que envolvía un cuello fuerte y musculoso. Un antifaz negro no permitía ver todos sus rasgos plenamente, pero no la importó. Ella adivinaba sus facciones hermosas, viriles. El Ladrón de almas vestía de negro para confundirse mejor con las sombras de la noche. La camisa desabotonada dejaba entrever sus fuertes antebrazos y el pecho musculoso y ancho. Unas botas de un cuero fino marcaban sus piernas musculosas y largas y una protuberancia resaltaba en el centro de sus pantalones apretados.
Los ojos del hombre brillaban bajo la careta al contemplar atentamente a la mujer medio desnuda, con el camisón pegado a su cuerpo, revelando sus curvas perfectas, apetitosas. Su pelo rubio como un relámpago la envolvía. Ella no le temía, lo podía admirar a través de sus ojos de oliva. Por el contrario, sus ojos recorrían su cuerpo con avidez, y al despertar sus deseos dormidos, una leve sonrisa apareció en su boca.
Inesperadamente él tendió una de sus manos y le dijo –ven.
Sol cerró los ojos y se dejó llevar.
Él la levantó como una pluma y volviendo su rostro hacia el de él, probó sus delicados labios en un beso devorador y fuerte, que conmocionó a la muchacha. Después la miró a los ojos. Ella se sintió invadida por esa mirada gris que penetró hasta lo más hondo de su alma. Los ojos del espectro tenían la capacidad de cambiar según el tono de la luz. Ella de súbito, se vio perdida cuando el la devolvió al piso y la amenazó con partir. No quería que él se fuera. No.
-Espera.- le rogó, la palabra salió ronca de su garganta, quería probar con su cuerpo el fuerte y esbelto organismo del hombre. Deseaba amarlo con la libertad de la noche. Con la misma impunidad con la que él se robaba las almas de sus enamoradas.
Él se detuvo mirándola atentamente. El deseo de la joven se veía claramente a través de sus pupilas encendidas. Eso lo excitó. Una erección dura, oprimió sus pantalones provocándole una leve molestia.
-Ahora o nunca, pensó la muchacha y con paso resuelto se acercó al enmascarado. Mirándole a los ojos, acarició suavemente su cuello que ni se inmuto ante su roce. No hicieron falta palabras entre ellos, ella no rogó y él nada pidió, tan solo, la cogió de la cintura y despojándola de sus vestiduras, comenzó delicadamente a penetrarla. Ella gimió por un instante para luego derretirse ante aquel miembro que se introducía en el fondo de oquedad estremecida.
Noemí sentía todas y cada una de las fibras de los potentes músculos del hombre. Desde el poderoso pecho que la envolvía como un manto, hasta el duro bulto que irrumpía entre sus nalgas y los muslos. Las manos del Ladrón se separaron de las redondas caderas de la muchacha, para volverse acariciadoras alrededor de sus pechos o entre el contorno de sus muslos. Ahora sin el camisón, ella notaba la fuerza de sus manos, las callosidades de sus palmas, el calor que provocaban en su cuerpo. Un calor reconfortante y diferente al que reinaba en esa noche de verano, donde el cielo tachonado de estrellas y de la luminosa luna, parecía cuidar de su amoroso encuentro.
La joven mujer sintió como una leve humedad mojaba su vulva totalmente estremecida; sus muslos se abrieron para dejar pasar libremente ese ardiente objeto que la seducía. Con una mezcla de dolor y placer al mismo tiempo gimió sin recato, para contarle a la luna el placer que la enloquecía. De pronto aún con los ojos velados por la pasión, observó que el horizonte se iluminaba dejando entrever un mundo desconocido. Ella dudó en dejarse conducir hacia la morada del ladrón de almas, o regresar a toda prisa a su casa de la playa. Pero una fuerte sacudida le hizo sentir que su clítoris se preparaba para el orgasmo. Ella sin oponer resistencia se dejo llevar por la marea roja de su éxtasis. Gritó de placer a la noche calurosa. Nadie la oyó, solo él que como ladrón que era se la robó para siempre zambulléndola en las aguas frías y oscuras. El mar suavemente la acunó; sus olas la tocaban y la dejaban ir mitigando el calor de la noche. Ella observó el cielo abovedado del color de la medianoche estrellado, luminoso por la luz de la luna, que pendía de ese techo, orgullosa. Ese cielo que había escuchado sus gritos de placer, que había visto como su alma era robada sin contemplaciones por el ladrón oscuro. Su ladrón...