Francisco se puso de rodillas frente a ella: era la noche en que sus más anhelados deseos se iban a realizar.
Ella era una muchacha de increíble belleza, de formas exquisitas como un diamante perfectamente pulido, por lo que todos sus conocidos la llamaban Lucero. Le sonrío y sus dientes le brillaron cual perlas; su rostro semejaba un suave óvalo, de una delicada pero absoluta perfección; las pestañas eran largas y relucientes y la piel lisa como el mármol apenas teñida de un pálido reflejo ambarino.
Los cabellos negros hasta el punto de irradiar reflejos azulados, enmarcaban una frente purísima y cuando movía la cabeza sombreaban la luz intensa y suave de sus ojazos de color violeta. Se miraron y un torbellino les envolvió emanando un aura mágica y estremecida, liquida y enrarecida como un sueño matutino.
En ese momento, no existía ya nada para ellos, se desvanecían lejanas las voces de los invitados y la sala estaba como vacía. Sólo la melodía de un violín vagaba por el dilatado y vibrante espacio, entraba en sus almas y en sus cuerpos y hasta en sus voces, voces de lenguas diversas y sin embargo iguales en la música de un sentimiento inefable de un transporte sublime.
Entonces Francisco comprendió que no había amado verdaderamente hasta aquel momento; que solamente había vivido historias de un profunda e intensa pasión, de ardiente lujuria, de afecto, de admiración pero nunca de amor.
Aquello era el amor. Lo que sentía en aquel momento aquel ansia palpitante, aquella sed inextinguible de ella, aquella profunda paz de espíritu y al mismo tiempo aquella inquietud incontrolable aquella felicidad y aquel miedo. Aquel era el amor del que hablaban los poetas, dios invencible y despiadado fuerza ineluctable, delirio de la mente y de los sentidos única posible felicidad.
Entonces olvidó los fantasmas sangrientos del pasado, las angustias y los terrores, y su ansia de trascender hasta el infinito se aplacó y se apagó en la luz de aquellos ojos de color violeta, en aquella divina sonrisa.
Durante el banquete, no hizo más que sostener su mano hablándole en voz baja, al oído. Eran palabras que ella no podía comprender, versos de grandes poetas, imágenes de sueño, invocaciones, palabras de amor.
El alma atormentada buscaba consuelo en la mirada de aquella virgen intacta en el sentimiento de amor, que ahora emanaba de sus manos mientras le acariciaba, de sus ojos cuando le miraban fijamente con un deseo ingenuo y descarado, ardiente y suave al mismo tiempo. Cada respiración suya le alzaba el seno lozano, difundía en sus mejillas un leve rubor y en aquel aliento buscaba a su vez el significado imprevisto y aun en gran medida desconocido, que ardía en deseos de que fuera inimitable y eterno.
Cuando estuvieron solos, ella comenzó a desnudarse con la mirada baja, develando lentamente su cuerpo divino, llenando aquel tosco tálamo con el perfume de su piel y de sus cabellos.
El fue presa de una intensa y profunda emoción, como si se sumergiera en un baño tibio después de haber caminado largamente en medio de una tormenta de nieve y de padecer el hielo, como si bebiera agua cristalina de fresca fuente, después de haber vagado largamente por el desierto, como si se sintiera una vez mas hombre después de haber explorado la mentira, la desilusión y la más profunda soledad. Tenía los ojos relucientes de la emoción cuando la estrechó contra él y notó el contacto de su piel desnuda, cuando busco sus labios inexpertos, cuando le beso el pecho el vientre, la ingle.
Francisco la amó con honda intensidad con total abandono, como no había sentido nunca en toda su vida y cuando sus cuerpos se estremecían en el espasmo supremo, sintió que le derramaba en su vientre la vida, el secreto de aquella energía salvaje que había formado su espíritu invencible, que había soportado las heridas mas espantosas, a costa de haber pisoteado los sentimientos más sagrados, matado la piedad y la compasión.
Y cuando se dejó caer cansado al lado de ella, soñó que se encaminaba por un largo e impracticable camino, bajo un cielo negro hasta las orillas de un océano llano, fijo e inmóvil como una lamina de acero. Pero no tuvo miedo porque el calor de ella, le envolvía como un traje suave, como la felicidad misteriosa de un recuerdo de su infancia.
Saludos
Francisco Pardavé
Ella era una muchacha de increíble belleza, de formas exquisitas como un diamante perfectamente pulido, por lo que todos sus conocidos la llamaban Lucero. Le sonrío y sus dientes le brillaron cual perlas; su rostro semejaba un suave óvalo, de una delicada pero absoluta perfección; las pestañas eran largas y relucientes y la piel lisa como el mármol apenas teñida de un pálido reflejo ambarino.
Los cabellos negros hasta el punto de irradiar reflejos azulados, enmarcaban una frente purísima y cuando movía la cabeza sombreaban la luz intensa y suave de sus ojazos de color violeta. Se miraron y un torbellino les envolvió emanando un aura mágica y estremecida, liquida y enrarecida como un sueño matutino.
En ese momento, no existía ya nada para ellos, se desvanecían lejanas las voces de los invitados y la sala estaba como vacía. Sólo la melodía de un violín vagaba por el dilatado y vibrante espacio, entraba en sus almas y en sus cuerpos y hasta en sus voces, voces de lenguas diversas y sin embargo iguales en la música de un sentimiento inefable de un transporte sublime.
Entonces Francisco comprendió que no había amado verdaderamente hasta aquel momento; que solamente había vivido historias de un profunda e intensa pasión, de ardiente lujuria, de afecto, de admiración pero nunca de amor.
Aquello era el amor. Lo que sentía en aquel momento aquel ansia palpitante, aquella sed inextinguible de ella, aquella profunda paz de espíritu y al mismo tiempo aquella inquietud incontrolable aquella felicidad y aquel miedo. Aquel era el amor del que hablaban los poetas, dios invencible y despiadado fuerza ineluctable, delirio de la mente y de los sentidos única posible felicidad.
Entonces olvidó los fantasmas sangrientos del pasado, las angustias y los terrores, y su ansia de trascender hasta el infinito se aplacó y se apagó en la luz de aquellos ojos de color violeta, en aquella divina sonrisa.
Durante el banquete, no hizo más que sostener su mano hablándole en voz baja, al oído. Eran palabras que ella no podía comprender, versos de grandes poetas, imágenes de sueño, invocaciones, palabras de amor.
El alma atormentada buscaba consuelo en la mirada de aquella virgen intacta en el sentimiento de amor, que ahora emanaba de sus manos mientras le acariciaba, de sus ojos cuando le miraban fijamente con un deseo ingenuo y descarado, ardiente y suave al mismo tiempo. Cada respiración suya le alzaba el seno lozano, difundía en sus mejillas un leve rubor y en aquel aliento buscaba a su vez el significado imprevisto y aun en gran medida desconocido, que ardía en deseos de que fuera inimitable y eterno.
Cuando estuvieron solos, ella comenzó a desnudarse con la mirada baja, develando lentamente su cuerpo divino, llenando aquel tosco tálamo con el perfume de su piel y de sus cabellos.
El fue presa de una intensa y profunda emoción, como si se sumergiera en un baño tibio después de haber caminado largamente en medio de una tormenta de nieve y de padecer el hielo, como si bebiera agua cristalina de fresca fuente, después de haber vagado largamente por el desierto, como si se sintiera una vez mas hombre después de haber explorado la mentira, la desilusión y la más profunda soledad. Tenía los ojos relucientes de la emoción cuando la estrechó contra él y notó el contacto de su piel desnuda, cuando busco sus labios inexpertos, cuando le beso el pecho el vientre, la ingle.
Francisco la amó con honda intensidad con total abandono, como no había sentido nunca en toda su vida y cuando sus cuerpos se estremecían en el espasmo supremo, sintió que le derramaba en su vientre la vida, el secreto de aquella energía salvaje que había formado su espíritu invencible, que había soportado las heridas mas espantosas, a costa de haber pisoteado los sentimientos más sagrados, matado la piedad y la compasión.
Y cuando se dejó caer cansado al lado de ella, soñó que se encaminaba por un largo e impracticable camino, bajo un cielo negro hasta las orillas de un océano llano, fijo e inmóvil como una lamina de acero. Pero no tuvo miedo porque el calor de ella, le envolvía como un traje suave, como la felicidad misteriosa de un recuerdo de su infancia.
Saludos
Francisco Pardavé
1 comentario:
Que intenso!!!
Me hiciste sentir cada latido de su corazon y cada respiracion agitada, y al final una paz infinita que solo se logra luego de haber hecho el amor.
Gracias Francisco por compartinos esta belleza
besitos
Maruca
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