Los ruidos de la cocina parecían querer derribar las paredes del apretado cuarto, más allá; la siempre insolente voz de su señora daba órdenes a los niños recién llegados de la escuela. Como fondo, el volumen de la televisión a todo lo alto, reproduciendo las voces agudas de los personajes de una caricatura, y, por si fuera poco, la radio lanzaba hacia todas partes, los chismes y diretes de un programa dirigido a las señoras.
"¿Qué estoy haciendo aquí?" -se preguntó Javier, mientras esperaba la hora de la comida, para después, con algún pretexto, emprender la graciosa huida hacia la calle.
Arrancó el automóvil y se dirigió hacia la tienda comercial donde habitualmente hacia las compras de la casa; de pronto, sintió una imperiosa necesidad de voltear la cara: vio la figura que se le aproximaba paso a paso. Trató de observar el rostro que apenas se asomaba por entre los enormes lentes oscuros, el pelo antes largo, ahora sólo llegaba hasta la altura de la nuca.
- ¡Hola Laura! -gritó Javier-.
Ella se detuvo y lo miró a través de las gafas.
Instintivamente trató de seguir caminando, pero sus piernas se negaron a obedecerla. Quiso sonreír, pero sus labios sólo dibujaron una mueca indefinible.
Casi como autómata, estiró el brazo y estrechó la mano que se le extendía. Un poco más calmada miró aquellos ojos que la veían con avidez y notó las bolsas y arrugas que los enmarcaban. Parecían los mismos que la miraban en aquellas penumbras de los cuartuchos de los hoteles donde se refugiaban para hacer el amor. Ojos que habían conocido todos los rincones de su piel. Esos ojos de ardientes que se cegaban cuando brotaba el torrente incontenible de su sexo. Aquellos ojos que llenos de lágrimas la habían seguido cuando se dijeron el adiós.
- Disculpa Javier, es que no te había reconocido. Estás un poco cambiado. ¡Te dejaste crecer el bigote! -la voz de Laura salía cada vez más fluidamente- ¡Qué gusto de verte, te ves muy bien, no pensé volver a encontrarte!
Laura se ruborizó al terminar la frase y pensó: "¿Cuántas veces había tratado de llamarlo?". Sobre todo, aquellas noches cuando su esposo se encontraba ausente y cuando, a solas, se retorcía sobre la cama, añorando aquella boca voraz que había aprendido a deslizarse en los rincones más húmedos de su cuerpo.
No sólo había deseado volverlo a ver, sino hasta había ensayado frases para cuando esto ocurriera: "te extraño, perdóname, no puedo vivir sin ti". A veces, al observarse ante el espejo, imaginaba que a lo mejor Javier no notaría las estrías que surcaban su cintura. Veía su cuerpo como si Javier fuera el que la estuviera viendo, lo mostraba sin ningún pudor y advertía con satisfacción que la línea del busto se mantenía aún firme y, que incluso, había aumentado de volumen.
Javier la miraba sin decir palabra, y al ver su rostro se le vino a la mente y a la entrepierna, el calor que siempre había sentido cuando estaba junto a ella. Era una sensación que no podía atenuar, incluso hasta después de hacerle el amor le acompañaba a su casa. Se amaban con verdadera pasión, porque los dos sabían que en cualquier momento todo se acabaría. Ella estaba a punto de casarse con un hombre al que no quería, pero que le ofrecía una seguridad que él no podía darle.
Javier la había bautizado como Laura, para que nadie la llamara con ese nombre, era su señal y su secreto. La última vez que habían estado juntos Laura le pidió un favor: "Quiero que tu esposa y tú sean mis padrinos de lazo; así me haré las ilusiones de que me estoy casando contigo". Luego, en la recepción pudieron disimular algunos brindis solitarios y algunos roces imperceptibles que con muchos pretextos se estuvieron dando. Luego, con su mujer y en medio de los bocinazos de muchos autos, la habían escoltado hasta el aeropuerto.
Cuando volvió a la realidad, Javier insistió en acompañarla. Ella subió al auto y se acomodó en el asiento delantero - era el mismo en el que se recostaba cuando regresaban a su casa -. Vio los libros y papeles regados en la parte de atrás y la negra sombrilla aventada sobre la repisa del cristal posterior.
- Si quieres háblame por teléfono -dijo Javier-, cuando la mujer le pidió que detuviera el carro. Ya sabes mi número.
Laura, sin despedirse, se puso los lentes negros y echó a caminar sobre el concreto hirviente por el sol del medio día. Cuando sintió que la mirada de Javier ya no la seguía, apresuró el paso y se sentó en medio de los matorrales de un polvoso jardín que se encontró de repente. "Siempre he sido una cobarde -se dijo-, no fui capaz de defender el amor de Javier y ahora no me atreví a volver a estar entre sus brazos. Ni modo".
Javier arrancó el coche y empezó a cruzar aquel bosque partido en mil pedazos por calles y fraccionamientos a medio terminar. En una esquina se sintió invadido por una marabunta de vendedores y unos niños que trataban de limpiar los parabrisas de los automóviles; muchos conductores los apartaban con señas, con palabras malsonantes o de plano aventándoles los carros. Otros, sin embargo, eran sorprendidos y en un instante tenían embadurnados los cristales con una substancia jabonosa, la que era limpiada a veces hasta por dos o tres jovenzuelos que tenían medido el tiempo en que saltaba la luz roja a la verde.
Pinches escuincles, ya me chingaron -murmuró Javier- mientras sacaba unas monedas de la bolsa. Más adelante, cruzó la zona del “peñón”, donde se arremolinaban autos y camiones; unos intentaban dar vuelta hacia el aeropuerto y otros pretendían introducirse en el viaducto. En otro semáforo vendían flores o billetes de lotería. Le compró una rosa a su mujer, para pretextar que había estado pensando en ella..........
2 comentarios:
hola Francisco como estas, espero que estes super bien, he leido algunos de tus escritos, muy buenos, el del asesino fue el primero que lei
cuidate hasta luego
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