lunes, 17 de noviembre de 2008

ABSURDA VENGANZA

ABSURDA VENGANZA
Con el alma fugada de mi cuerpo, vi como aquella bella mujer se iba desvaneciendo tras el horizonte sin hacer caso a mis voces, después de que la cólera había expulsado de mis labios aquellas palabras insultantes.
Sentí que huía como una presa acechada por una feroz y carnicera fiera. Corría sin mirar hacia atrás huyendo del sombrío depredador, temerosa de que un zarpazo pudiera arrebatarle la vida. Así pasó por última vez a mi lado, llevándose con su aroma todos mis sueños y mi aliento.
Cuando la conocí meses atrás, su actitud desafiante me agradó, como pudo haberme gustado el sabor ardiente de un buen tequila; era interesante, llamativa, casi una deidad en aquel desolado mundo en el que yo vivía. Y al tiempo en que atrajo mi atención, me propuse hacerla mía hasta que ese deseo llegó a obsesionarme por completo.
Después de muchos intentos pensé que por fin la había conquistado; sin embargo, sin decir palabra un día abandono mi lecho. Ahora no puedo evocar su rostro ni siento la tersura de su piel entre mis manos, pero por aquella afrenta a mi orgullo, juré que algún día podría hacerla víctima de mi venganza.
Ahora recuerdo que empezó a charlar con él, pero pensé que aquel individuo tan afeminado no representaba ninguna clase de competencia para mí, aunque después se convirtió en una plaga que destruía todos los momentos placenteros de nuestra convivencia.
El mundo entero comenzó a girar en torno a ella y me dejé envolver; no obstante, nunca pude encontrar el ardid adecuado para apoderarme plenamente de su esencia y me consumía a la espera del instante exacto en el cual pudiera atacar y ganar la guerra, pero ese momento nunca llegó.
Lentamente mis acciones se convirtieron en esclavas suyas, bastaba una palabra, un gesto, una breve insinuación para que yo obedeciera hasta sus más absurdos deseos. Ella levantaba un dedo y yo asentía.
Después de que se fue, tuvieron que transcurrir muchos años, antes de un encuentro repentino nos pusiera frente a frente; a primera vista no pudimos reconocernos: el vello cubría mi rostro y el cabello disfrazaba mi existencia, y aunque el tiempo había respetado su belleza la luz de sus ojos se había casi opacado.
Fue entonces cuando pude llevar al cabo mi desquite, le clavé los ojos como un puñal y apartándola de mí le pedí que se marchara. Ahora sé que no volveré a verla, porque prefiero llenar mis manos con su ausencia y mi mente con el dolor de mi absurda venganza.

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