lunes, 17 de noviembre de 2008

De pronto me descubro hundido en unos ojos negros
Tan profundos que ni siquiera me imagino como puedo regresar
Son tan tristes, tan oscuros que su lobreguez me duele
Ellos fueron los que me encontraron
vagando entre siniestros parajes
sabiendo que me atraparían
y que yo no podría nunca escapar
Se detuvieron en mí mirada
Quizás cansados de otear de un lado a otro y
tratando de contar sus secretos a otros ojos ardientes y salvajes

Hace muchos años, en el mercado de un viejo puerto del norte de África, encontré a una mujer que vendía flores mostrando sólo unos cuantos pétalos de diferentes colores en sus manos sorprendentemente tatuadas.
Cuando me topé con ella yo llevaba un par de horas felizmente perdido en el tejido irregular de las callejuelas. Experimentaba esa forma de embriaguez que ofrecen los laberintos al enfrentarnos a lo indeterminado, al hacer de cada paso la puerta hacia una aventura. En cuanto me vio, vino directamente hacia mí. Su mirada en el rostro velado era altamente expresiva. Como si me gritara desde lejos con los ojos. Caminó unos quince pasos fijándome en sus pupilas negras sin un pestañeo. Pero un par de metros antes de estar a distancia de hablarme bajó la mirada un instante hacia sus manos extendidas. Vi los pétalos de colores y noté que rompía un par de ellos con dos dedos. Cuando levantó la mirada pasó lentamente a mi lado casi rozándome sin voltear un segundo a verme de nuevo. Después de venderme un par de ramos, me ofreció mostrarme al día siguiente su Jardín Interno. Los poetas se refieren a él para hablar tanto del corazón de sus amadas como del sexo atesorado y misterioso, promesa de placeres y reto para el jardinero que pacientemente lo siembra y lo cultiva. La proposición de la vendedora de flores me mantuvo sin dormir casi toda la noche.
Llegué antes y cuando ella se apareció, la seguí por un camino tan complicado que nunca podría tomarlo de nuevo. Era como un hueco oculto en ese punto donde el tiempo y el espacio se vuelven como espejos. Mientras avanzábamos yo observaba sus gestos lentos y sensuales, adivinando extrañamente su cuerpo debajo de una montaña de telas onduladas que se volvían muy expresivas con sus movimientos. Era un arreglo aparentemente natural pero ideado con un riguroso plan de recato extremo y también extrema coquetería, ya que sin duda, logra mostrar con terrible fuerza sugerida lo que burdamente esconde: la sensualidad deseable de la mujer obvia e intensamente deseante, viva.
Cuando al fin llegamos su jardín resultó ser un fresco y breve huerto de frutas y flores, inesperado entre pasillos estrechos de geometría aparentemente caprichosa, dentro de una bellísima casa cubierta de azulejos, también insospechada entre las callejuelas del puerto. No volví a salir de ahí hasta que ella lo decidió. Durante poco más de dos semanas fui, feliz y asombrado a cada instante, era su prisionero.
Una mañana me despertó con palabras en vez de hacerlo con las manos o con la boca como todos los días.
-¿Quieres observar mis tatuajes?
Le dije que sí. Eran grabados del tinte hecho de esa planta del desierto que según el Corán se encontraba en el paraíso al lado de los dátiles y las palmeras. Formaban una asombrosa geometría, como un jardín perfecto en todo su cuerpo. Y era una forma de estar vestida con ropa de piel. Un manto de imágenes que creaban alrededor de ese cuerpo un espacio prácticamente sagrado; donde ella era mi diosa nueva y mí experimentada sacerdotisa; un espacio único, trascendente.
Ahora, aún conservo y admiro una fotografía de su cuerpo desnudo cubierto totalmente de tatuajes que colgaba al fondo de su mullida cama cubierta con almohadones de filigrana. Era evidente que quien tomó la fotografía le pidió que mostrara sin recato las ondulaciones de su cuerpo. Al preguntarle que cuándo se la habían tomado me respondió:
-No soy yo, es mi bisabuela.
La convencí de que me permitiera hacerle una copia para mí.
-Bueno, así me vas a tener sin tenerme. Voy a ser para ti como un sueño nuevo en una fotografía impresa antes de que los dos naciéramos: como un Jardín Interno nuestro muy escondido en un tiempo que no vivimos; un jardín en tus ojos. Sólo tú me podrás ver donde no estoy --me dijo sonriendo y ocultó su rostro, dejando ver solamente esos ojos negros que se gravaron para siempre en el fondo de mi alma…

2 comentarios:

irma dijo...

FRANCISCO, ME ALEGRA MUCHO QUE TENGAS ESTE ESPACIO, YA TE HACIA FALTA !!.. TRATARE DE VISITARTE SEGUIDO.
FELICIDADES !!

Unknown dijo...

Secretariooo que buenas estan tus inspiraciones. Gracias por compartirlas.
Espero sigas y sigas hablandole al amor. No detengas la pluma y los bríos del escritor que hay en vos.
Te mando besis, Rosalía.