A LAS DOCE DE LA NOCHE
Alfredo sabía que sus sentidos estaban esa noche muy exaltados. De eso él se había encargado, en sus más de cuarenta años de desarrollarlos. Sus estudios de Sicología y Medicina, le habían ayudado a conocer al prójimo, pero más allá de esto, su innata capacidad de llegar y de percibir a la gente lo había maravillado en más de una ocasión.
Fue precisamente en su cumpleaños cuando, rodeado de sus más íntimos amigos y su familia, dejó de sonreír por un instante, y, apartándose del bullicio que la gente generaba, se le vio meditabundo; en verdad se notaba que estaba como perdido en el insondable mundo de sus pensamientos.
Ese día y en esa precisa fecha, una voz que provenía del más allá le había anunciado la fecha de su muerte. Al instante comprendió que ese 2 de noviembre dejaría de existir; de nada le serviría comentarlo con sus invitados ya que nadie podría creerle y sólo lograría preocupar a las personas quienes más lo querían.
Guardó silencio y trató de disimular el miedo casi paralizante que lo invadía.
Despidió de todos los invitados y al encerrarse en su recámara, se le presentó la imagen de una mujer, casi indescriptible por su belleza y voluptuosidad, quien, con una voz susurrante volvió a repetirle la fecha: "2 de noviembre", desapareciendo casi al instante.
Desde ese instante, sintió que dejaría de ver a sus seres queridos; miraba con tristeza su habitación, sus libros, su álbum de fotos, su casa, su jardín; aquello que durante toda su vida lo había cobijado, y a lo que él tanto había amado.
A sabiendas que su estado de salud era óptimo, sabía que no volvería a ver la luz del día. Para esperar la muerte se puso a leer y a escuchar música y se resignó a observar el paso de las horas.
Cerca de las doce de la noche, a pesar que no fumaba, fue a su estudio en busca de cigarrillos; entró a la estancia poco iluminada; se sentó frente a su computadora y comenzó a mandar mensajes de despedida. Al servirse un café, una mujer rubia, de ojos claros y con mucho maquillaje, se acercó a él, le preguntó la hora, se sentó a su lado dejando entrever unas piernas hermosas; tenía un perfume fascinante. "Como el que una mujer desconocida le había impregnado en París hacía muchos años”, pensó él.
Ella - la mujer rubia-, casi sin hablarle, lo tomó de una mano y lo invitó a hacerle el amor; él se dejó llevar por el impulso mientras seguía pensando: "Vaya día de muertos". Varias horas pasaron hasta que ella le preguntó: "Eres Alfredo, ¿verdad?"
- Sí, exclamó él. ¿Cómo lo sabes?... ¿Quién eres?
Lo miró, iba a contestarle, cuando el reloj de la sala tocaba la última campanada de las 12 de la noche....
Saludos
Francisco Pardavé
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